SOBRE TERRENO BALDÍO 

 

Primer Premio del Taller de Literatura 2012 de la Asociación Colegial de Escritores

ENTREGA DEL PREMIO EN LA ASOCIACIÓN COLEGIAL DE ESCRITORES CON ANDRÉS SOREL


 

—Maestro, ¿de qué color pinto la tierra?

—Píntala seca, hija mía. Aquí sólo nos visita el viento, el maldito solano que trae rumores y nos impregna a todos de una fina capa de odio.

Suenan las campanas de la iglesia. Son las seis de la tarde. Mujeres de negro se desplazan sigilosas hacia la plaza. Aurora no irá a rezar el rosario. Ayer no sacó su silla a la puerta ni acudió ante el sonido del claxon del carnicero.

Su marido la había dejado olvidada en una gasolinera. Siempre se la encontraba algún aldeano caminando con su traje oscuro y su moño apretado en el arcén de la carretera. 

Por el camino le deslumbraba el sol y colocaba su mano a modo de visera. Tarareaba viejos boleros que su marido y ella bailaban al son de la gramola. ¡Qué tiempos aquellos! Era una chiquilla cuando contrajo matrimonio. Cinco hijos. Todos volaron. Alguna llamada, cartas en Navidad. Ahora le acompañaba una soledad de las que desgarran el alma.

Le pesaban tanto las piernas como la conciencia. ¿Cuantos pasos habré dado en toda mi vida?

Por fin divisa la silueta de su aldea. La semilla de plástico que no da fruto. Va levantando el polvo del camino con la cabeza gacha. Cortinas que se mueven, ecos de susurros. Aurora llega a su puerta, da tres vueltas de llave y entra discreta en la cocina para preparar la cena. Ni un reproche. Él todavía no ha llegado del bar.

Aurora se sirve una copa de vino. 

—¡Brindo por nosotros, querido! —. Da un fuerte golpe en la mesa. El vino se derrama sobre sus fotografías ajadas. No se acuerda de llorar. Está cansada. Ha sido un día duro.

Amanece un día más pero Aurora sabe que hace tiempo el reloj de la entrada se paró y no cayeron más hojas del calendario. Como cada mañana, oye la radio sin prestar atención mientras se peina el moño. Es el baúl de sus miserias.

A lo lejos se escucha el claxon del carnicero. Aurora tiembla como en su primer día de colegio.  Retira cuidadosamente la redecilla y las horquillas de su cabello. Le arrastra por el suelo. Pinta sus labios.  Escoge un vestido verde de cuando tenía veinte años. La cremallera no cierra. No hay tiempo.

Escucha su voz rota charlando con las mujeres ¿Cuánto le pongo, Dolores? Esta ternera está recién sacrificada.

El sonido del claxon se aleja. Aurora corre todo lo que le permiten sus pesadas piernas. Corre, corre. Se aleja…

Las vecinas murmuran en corrillo: —Pero mírala, si parece una loca. Se ha creído que estamos en carnaval. Pobre mujer, y su marido todavía no ha aparecido. ¡Ay Aurora!, si te viera tu santo padre que en paz descanse. Recogiendo perros abandonados en la carretera. Tiene más de diez. El marido no es más que un pobre diablo. Le encanta el vino pero es un buen hombre. No debe ser fácil compartir los muros con la tarada del pueblo.

Aurora finge no escucharlas y sigue presurosa el sonido de la furgoneta amarilla del carnicero.  Pensé que hoy no venías, le dijo el carnicero al verla aparecer. Es mi único pecado, Lorenzo. La carne.

 —Está hoy especialmente hermosa, Aurora-. Me ha hecho recordarla bajando de la camioneta con su hatillo. Su vestido verde. He podido oler el perfume de jazmín. Recién llegada de la capital.

Aurora regresó para casarse. Vivió dos años en la capital en la residencia de unas monjas franciscanas. Tuvo que volver. En la ciudad no se ven las estrellas.

Aurora aterrizó de sus propios pensamientos: 

—Ponme medio kilo de entrañas y un kilo de cordero.  Voy a preparar caldereta. Si no tienes prisa, podrías comer conmigo. ¿Tienes hambre? —susurró.

La mesa quedó intacta, las sábanas revueltas. Quizá el sol traía un puñado de dicha a su ventana. Recoge tus cosas, él podría regresar en cualquier momento —gritó Aurora, abrochándose el sostén. La furgoneta amarilla se despedía como una tartana de la aldea.

Se había nublado el cielo y olía a tormenta. Le duele mucho levantarse de la cama. Tiene el pie inflamado. Tuvo que acudir al consultorio en busca del remedio para aliviar la molestia que le impedía caminar.

—Es la gota, señora mía. No abuse del marisco, ni de las carnes rojas.

—El marisco hace siglos que no lo pruebo, pero la carne no, doctor. Quíteme el pan, el agua, pero no la carne.

—Tenga paciencia, guarde reposo y prepárese infusiones de estas hierbas, indicó sacando de su maletín un saquito de fieltro. En una semana revisamos ese pie.

Su ración de carne diaria. Aurora seguía sin derramar una sola lágrima. ¡Qué mundo éste! La gota, enfermedad de reyes y aristócratas aquí dónde nos comemos las sobras de los cuervos.

Hacía horas que no escuchaba ladrar a los perros. Estarían rondando el gallinero. No tenía ganas de salir a buscarlos. Le inundaba una sensación de paz inexplicable. Comenzó a llover y aspiró el olor de la tierra mojada.

Ese ruido lejano, Lorenzo le avisa  de su llegada con una melodía antigua. «Si tú me dices ven…».

Fue incapaz de caminar. Se arrastró por el suelo helado hasta llegar a la puerta. El bolero sonaba cada vez más lejano.

—¿Dónde se habrá metido Aurora? —gritaban las vecinas—. Hace tiempo que no viene a por su kilo y medio de carne. Y de caricias —susurraban maliciosas.

Lorenzo aparcaba más tiempo del habitual esperando la presencia de Aurora. Su voz sonaba sombría.

La enfermedad la estaba consumiendo. Esta mujer menuda de ojos achinados y moño firme estaba desapareciendo. Primero fue el pie derecho, después tres dedos de una mano. Se estaba borrando de un mapa en el que no hay ni nombres ni caminos.

Desde la cama podía escuchar el sonido silbante del viento que se colaba por las ventanas. Su marido no había regresado.

No podía salir así, Lorenzo se asustaría. Cerró fuerte los ojos y se imaginó subida en la furgoneta amarilla abandonando la aldea para siempre.

No me aterra no encontrarme nada después de la muerte. Lo peor es que haya otra vida. Y sea como ésta.