FOTOGRAMAS DE UNA CERRADURA

 
 

Para escribir esta historia hacen falta dos elementos: un autobús y una larga carretera. Una mujer que huye. Hace tanto frío que ha prendido fuego a su casa. Entre inmensas llamaradas cierra la puerta. Cuando vengan sólo quedarán cenizas. No puede soportar la humillación del destierro por no poder pagar tantas facturas.

A estas horas esa mujer debería estar sentada en la oficina, abriendo el correo, sorbiendo el café nauseabundo de la máquina. Pero hoy la oficina se ha transformado en una nocturna estación de autobuses. Su casa ya debe haberse convertido en un montón de escombros.

No tiene equipaje ni destino. Como tantos otros que merodean por los pasillos. Que esperan, que roban, que escapan… Compró un billete que guardó apresurada en el bolsillo. No hemos tenido tiempo de leer su estación de llegada. Ella tampoco.

Simplemente se dejó facturar y, como una autómata, subió los peldaños de ese autobús de dos plantas que tenía aspecto de largo recorrido.

Apoyó la frente contra la ventana. Se deslizaban las gotas de la lluvia nocturna. Las había escuchado contra su tejado cuando, en estado de duermevela, planificó que hoy no sería un jueves cualquiera.

No imaginen a una dama deshecha o apesadumbrada. Nada más lejos de la realidad. Se la describiré para que puedan identificarla. Es una mujer invisible. Tiene esa virtud. Escueta, muy delgada. Sólo un par de atributos hacen que sea diferente del resto. Es pelirroja. Su cabello es como el hierro candente. Tiene además una mancha de nacimiento en la frente. Un borrón escarlata que en ocasiones puede parecer un mechón rebelde. De pequeña tuvo varios apodos malintencionados por este motivo. Tenía forma de cerradura. De esas que sólo abren las llaves antiguas. Su padre le contaba historias en las que siempre había que elegir una llave para abrir una puerta.

«De este gran manojo, solamente una, abrirá la puerta. Debes elegir bien».

Pueden mirar ahora, está ausente. Acurrucada en el asiento. ¿Logran reconocerla? Es la que está sentada junto a la anciana que hace punto.  No intenten sacar sus propias teorías sobre la mancha. Es una cerradura y punto. Sean discretos. Les hemos comentado que es invisible. Le sorprendería demasiado este interés repentino.

Ava se siente cómoda en este estado de sosiego en el que ha perdido los afectos. En el que ha convertido sus recuerdos en polvo. Nunca había escogido la llave adecuada. Pondrá más atención de ahora en adelante.  Era más sencillo empezar de cero que continuar por esa travesía que terminaba en una calle sin salida. Ava, avaricia. Ava, avalancha. O simplemente haba seca.

—Mi padre es americano —solía decir ella para excusarse.

Ava Gardner. No sabría decir si sentía admiración o resentimiento hacia esta hermosa actriz cuyo nombre le marcó a fuego el nombre y le prendió el color de su melena. Ava, de avatar, de avance.

Su padre emprendió un viaje a España con una mochila en la espalda. Subió a trenes cautivo. El revisor o la policía siempre hacían un papel fundamental para rematar el trayecto de forma súbita. En uno de estos percances, una  misteriosa mujer se hizo cargo.

—¿Cuánto cuesta un billete?

El revisor cogió las monedas a regañadientes. Le hubiera encantado lanzar por la cuneta a ese yanqui crudo.

Esa muchacha había estado sentada a su lado. Ni siquiera se percató de su presencia. No hay que explicar (parecen ustedes perspicaces) que esa mujer también era incorpórea. Permanecieron en silencio. El trotamundos no se sentía seguro con su dominio del español. El tren frenó en la estación dónde irremediablemente habría tenido que bajar de no ser por esta chiquilla. Redactaba una carta con esmero. Cuando terminó de escribirla se la entregó a su compañero de viaje.

No entendió la intención de ese escrito. Palabras sueltas que flotaban sobre el papel. Desconcertado abrazó  con ternura  esa silueta delicada. En el andén había un enorme cartel exhibiendo un estreno de cine: La condesa descalza, protagonizada por Ava Gardner y Humphrey Bogart.

Descendieron del tren de la mano y compraron las entradas para la primera sesión. En la pantalla, el funeral de la conocida bailaora María Vargas. Bogart recuerda como la encumbró hacia la fama para sumergirla en una vida llena de desdichas. Para este aventurero norteamericano era inaudito escuchar aquellas voces ajenas. Miraba de soslayo a esta doncella pelirroja que le abrió la llave de todas sus puertas.

Aquella noche, en esa ciudad maldita concibieron a Ava en los aseos del cine. La doncella pelirroja se esfumó al año. Cansada tras un duro embarazo. No pudo soportar que el amor de James estuviera ahora compartido. No aguantaba amamantar a un ser simétrico.

Ava y James tuvieron que recolocar sus afectos. Su padre siempre le pintaba la realidad con sus pigmentos favoritos. El rojo jamás aparecía.

Pero no desviemos nuestro camino, Ava está ahora desertando del presente y tiene un largo recorrido por delante.

Teme que la anciana que permanece ajena sentada a su lado inicie una conversación. Hagamos que hable.

—Menudo diluvio cayó anoche ¿Lo escuchó? Es usted muy joven para viajar sola.

Esa costumbre indiscreta de los viejos por bucear en los entresijos fingiendo una charla trivial.

—Hace diez años que pasé los veinte, señora. Y sí, escuché cada lágrima caer. Una a una. Cada gota fue colmando mi vaso de ira. Entiendo que los científicos realicen investigaciones para localizar una brizna de vida en otros planetas. Aquí ya no cabe más basura.

—Eres una niña. Entiendo y respeto tu desazón ante la vida. Todavía no tienes las llaves de la templanza. Si a tu edad no odias o amas con arrebato es que te han arrancado el néctar de la existencia. No quiero molestarte. Tampoco tengo intención de animarte pues pareces tranquila. Tu mancha indica que encontrarás lo que buscas. Tú misma todavía no lo sabes.

Ava se arrepintió de su tono cortante y seco al iniciar la conversación. La vejez. El peso de la nostalgia inclina los cuerpos hacia delante. Encoge los huesos. Los ojos se vuelven cada vez más diminutos. Cómo las luces de un automóvil que se aleja. Las orejas, ávidas de escuchar sonidos ya casi imperceptibles, más grandes. El cabello encanecido del vacío que atraviesa la memoria.

Con sus manos retorcidas, la anciana manejaba con soltura las agujas mientras remataba una bufanda.

–Pruébatela. Es perfecta para ti

La bufanda roja que no se atrevió a rechazar.

—La había tejido para mi nieta pero le haré otra. Mi sueño es conocerla antes de morir. Creo que no me queda mucho tiempo. Es un alivio poder actuar sin meditar las consecuencias. Sin planificar el futuro que no existe.  El porvenir es un artificio para generar ilusión. No pertenece a nadie. Ni siquiera tú, que eres joven, lo puedes atrapar con las manos.

—No lo pretendo. Me dejo llevar como una bailarina que no se ha aprendido los pasos. Mil gracias por la bufanda. Me será muy útil.

—Mira, guardo todas sus cartas. Sueño muchas noches con ella pero aparece en escena sin rostro. A veces es una niña, en ocasiones una mujer adulta. Pero siempre es mi nieta, no sé cómo explicarlo pero creo que si me cruzara con ella por la calle la reconocería enseguida.

A Ava le ocurría lo mismo con su madre pero nunca lo había hablado con nadie. Este tampoco le parecía el momento adecuado aunque esta simpática viejecita estaba quebrando la verja de su blindada desconfianza.

—¿Cómo te llamas? No hemos comenzado por los datos de rigor.

—Lilian, como Lilian Grift. Una de las primeras actrices de cine mudo que cautivó a medio mundo con sus profundos ojos negros.  Yo sólo logré seducir a Tomás. Un honrado zapatero que fue todo un galán de película. Todavía me turbo al pronunciar su nombre. Sé que me está esperando para dar nuestro paseo nocturno por la ronda. ¡Tomás, querido, no tengas tanta prisa! Todavía tengo una cuenta pendiente.

Ava simuló su emoción rebuscando unos papeles en el bolso. Desde esta distancia podemos apreciar sus ojos húmedos. Su tos nerviosa. Giren la cabeza, parece estar mirando en esta dirección.

La pesadez de tener que plantarse una máscara, de colocar estratégicamente un mechón que cubriera lo que para muchos era un golpe.

—No te la tapes. Es linda y es parte de ti. Esa marca con forma de cerradura hará que nunca te olvide. Hace que seas diferente al resto pese a tu obsesión por ser vulgar. Asumes la indiferencia. No seas injusta.

Forma de cerradura. Es la primera vez que aciertan. Premio para la astuta anciana del asiento 15. Sus compañeros de juegos de la infancia le decían que parecía un tiro certero. Un disparo que había teñido su melena de rojo sangre.

Primera parada del viaje. Lucía un sol espléndido y era absolutamente imprescindible vaciar las vejigas y colmar los estómagos. Ava todavía no sabe en qué punto de la geografía se encuentran. Evita mirar las servilletas de este bar de carretera para no encontrar referencias.

—Nunca he cruzado la frontera —dice de pronto Lilian—. ¿Se sentirá algo al cambiar de país?, ¿serán los paisajes distantes? ¿Cómo será…? —Ava le tapa la boca y Lilian comprende que se trata de un misterio que no es conveniente revelar.

Las dehesas de encinas y los naranjos forman parte de nuestra perspectiva. También es la imagen de estas dos mujeres separadas por décadas y unidas por la lana de un ovillo. Ambas fuman sentadas al sol mientras la megafonía anuncia que su autobús está a punto de partir.

Cambian los asientos.

—Estarás más cómoda junto a la ventana. Las vistas son magníficas.

Quería evadir a toda costa los rótulos y carteles que señalaran: «Está usted aquí».

Lo importante es que ya no estaba allí. Hace un rato que no oculta su frente. Su marca parece más profunda. Vuelve a colocarse el flequillo. Creo que nos ha escuchado.

Lilian está dormida. Volverá a soñar con el encuentro. Como tantas veces.

Ahora pasemos unos cuantos fotogramas. Kilómetros y kilómetros de autopista que no nos aportan registros relevantes en esta historia. Un lienzo impresionista de pinceladas rápidas.

Bienvenidos a Lisboa, la ciudad del fado, que vende sueños y olor a mar. Tenía que decirlo. Soy un poeta. Ava me mira con supuesto desprecio. He roto la magia de su incertidumbre.

Ava, pequeña. No me maldigas. No hay nada que pueda desgarrar el hechizo del ocaso en esta ciudad empedrada.

—¡Lilian, despierta!, parece que ya hemos llegado.

Estación de Santa Apolonia. En el barrio de la Alfama. Los azulejos, las sábanas colgadas. La conversación de las mujeres desde sus ventanas mientras escapan los efluvios de algún guiso.

Lilian baja del autobús exaltada:

—¡Es ella!

La mujer que está de espaldas junto a la taquilla. Acabo de abrazarla en esta pequeña siesta. Ava guiña los ojos. No ve bien de lejos. Por pura coquetería nunca lleva puestas las gafas. Ardieron también en el incendio.

—Sí, es ella y tiene la llave. También aparece en mis sueños —contestó Ava, susurrando mientras acariciaba su frente.