LA LIBERTAD SE APRENDE EJERCIÉNDOLA

 

PRIMER PREMIO EN EL CERTAMEN «8 M» DE RELATO CORTO

 

Mis ojos están envueltos en una densa niebla, pero intuyo un día radiante tras la ventana.

El veredicto de los médicos es unánime: me quedaré completamente ciega. 

Las imágenes que capto son regalos que almaceno cuidadosamente en el cajón de la memoria.

Y cada tarde, en este mismo cuarto, abro el baúl y extraigo un par de retales. Palpo su textura y, tal y como aprendí en el taller de modista, coso esos jirones hasta recomponer mi biografía. Una tela agitada por el viento del cambio con la que envolveré este cuerpo menudo a modo de mortaja.

Mi madre logró colocarme como ayudante de modista en un distinguido taller. Entre maniquíes y cintas métricas, descubrí que el mundo era un ovillo de injusticias en el que la mujer tenía un espacio limitado. Pequeñas jaulas con barrotes oxidados de las que solo podían escapar a través del sendero mágico de los sueños.

Encadené varios empleos hasta que fui contagiada por el virus de la política. Por mis manos pasaban cantidades ingentes de leyes redactadas por hombres.

En la Segunda República, me convertí en diputada y fue entonces cuando desvelé un gran secreto a las mujeres que acudían a los mítines como acompañantes: la llave que abría su jaula la guardaban en un frasco dentro del corazón. Debían luchar con valentía por conseguirla. Tenían derecho a ser las dueñas de su existencia y a desterrar el miedo de su lista de invitados.

La maldita guerra civil me condenó al exilio, pero nuestra lucha generó un destello de luz que todavía hoy brilla.

«Mi cuerpo está en ruinas, pero tengo el alma cargada de futuro. Deseo que mis restos vuelvan a mi tierra y sean una semilla de la que brote la voz de todas esas mujeres condenadas al silencio eterno». 

                                                            Clara Campoamor