—¿Estás borracho? —me preguntó el chico difuminado de la barra.
No lograba distinguir su rostro con nitidez. Abría y cerraba los ojos, intentando enfocar una imagen que solo presentaba pequeños cuadros aislados de colores a los que mentalmente yo dotaba de forma y significado.
Escuché aquella pregunta como si fuera formulada desde una distancia remota. Las ondas del sonido rebotaron como una bala impactando contra una chapa metálica y regresaron a la boca del que, con toda seguridad, sería el camarero.
—¿Estás borracho? —cuestionó de nuevo.
Nadie que lo está suele reconocerlo.
—No —respondí en tono cortante, derrumbándome inmediatamente después sobre un suelo tan frío que sólo podía ser mi propia lápida.
Ese «no» pudo ser mi última mentira. Previamente, pronuncié muchas más: «La última y me largo»; «Brindemos por nuestra amistad».
Levantando esas copas cargadas de veneno, que sorbíamos veloces para disfrazar el sabor amargo del último trago.
Celebrábamos la vida, la inquebrantable eternidad del amor mientras dura…
La posibilidad de que el sol agotara todo su combustible antes de mañana. El fin del mundo nos encontraría juntos y despreocupados. Disolviendo plasma y alcohol en nuestras venas.
Pero el fin del mundo ya era este garito en sí. Este bar sin nombre, en el que solíamos citarnos el primer miércoles de cada mes. A partir de las siete de la tarde. Dispuestos a compartir nuestras soledades y a intoxicar nuestros maltrechos hígados con cantidades ingentes de licor imposibles de metabolizar.
Éramos tres amigos. Nos conocimos en el instituto y desde entonces, nuestras biografías se fueron trenzando de manera que, independientemente de nuestro estado civil o trabajo, siempre acabábamos localizándonos.
Durante un año anduvimos desconectados. Alguna llamada o encuentro casual que terminaba en un «A ver si quedamos y tal», que nunca llegaba a tener lugar.
Hasta el día en el que recibimos la triste noticia.
Marco había muerto en extrañas circunstancias en su casa. Marco era un tipo triste que mataba el tiempo persiguiendo a su propia sombra. Siempre tomó pastillas para regular su estado de ánimo o para rellenar los huecos de su melancolía.
Siempre sospechamos que algo así llegara a suceder, pero la vida nos arrastró con su furiosa corriente. Indiferentes, decidimos dejar a Marco varado en la orilla. Con la certeza de saber que la última vez que lo vimos se agitaba como un pez desamparado fuera del agua. Con la seguridad de saber que seguía con vida.
Pero Marco ahora estaba muerto. Ya no tocaba la guitarra. Ya no elegía con esmero los discos que sonaban en nuestras fiestas. Ya no hacía nada. Solo estar muerto.
—Marco ha muerto —nos informó una voz temblorosa al otro lado del teléfono. Y ante una noticia así, suele responderse un «¿¿Qué??».
«Marco ha muerto y no hay nada más que decir…».
Era un chico de belleza extraña que soñaba con ser una estrella del rock.
Trabajaba repartiendo cartas y el resto de su jornada era una sucesión de acordes, alcohol y libros. No tenía gran cosa que decir, pero su compañía invisible resultaba reconfortante.
Sabía mirar a los ojos y eso era más que suficiente.
¿Con qué ojos se mira cuando solo eres polvo?
El funeral de Marco fue, por tanto, el inicio de nuestros reencuentros.
Entre lágrimas y abrazos de desconocidos reconstruimos las piezas de nuestra amistad, adquiriendo el compromiso de reunirnos, al menos, doce veces al año. Los primeros miércoles de cada mes, por ser el día favorito de nuestro amigo etéreo. Envidiando en silencio su valentía al desaparecer del mapa ese miércoles de marzo. A su manera, como una estrella solitaria.
Nos aterraba que nuestra propia muerte quedara grabada como un hecho vulgar o absurdo. Imaginando la sonrisa pícara de Marco mientras se atiborra de pastillas y, una vez sumido en ese estado previo de inconsciencia, recuerda que le quedan unas líneas por escribir de su última composición. Y ya no hay marcha atrás…
Golpea con los puños la burbuja de cristal que lo envuelve e intenta gritar ese último párrafo, pero todo su esfuerzo queda reducido a un cuerpo inerte sobre la alfombra. Allí lo encontró la policía cuando accedió al apartamento. Con una sonrisa en los labios y emitiendo gemidos incomprensibles.
Hasta que dejaste de gemir y de respirar, aunque nosotros simuláramos que seguías existiendo.
En aquel garito decadente pedimos cuatro copas y brindamos por Marco. Y soñamos sus sueños; viajando por los distintos estados de la conciencia; saliendo de la euforia y la exaltación, hasta llegar a la desorientación y las náuseas.
Bebiendo para no escuchar nuestras miserias. Pensando en Marco mientras en su copa el hielo se fundía lentamente.
«Querido amigo invisible:
Ahora que no estás, te cuelas constantemente en nuestras conversaciones. Escuchamos en bucle los discos que nos recomendabas y a los que jamás prestamos atención.
Hemos aprendido a conocerte, ahora que ya no tiene sentido».
Abro los ojos mientras me desplazo hacia al baño haciendo eses. Tropezando con mis piernas, deshaciendo los espesos grumos de mi mente. Me agarro a la taza y vomito con dificultad. Tiro de la cadena y permanezco de rodillas abrazado al retrete.
Hay algo escrito con rotulador. Una letra angulosa que me resulta extrañamente familiar: «Y de repente, un día será miércoles y brindaréis con veneno por haber sobrevivido a la tormenta. Aún no lo sabéis, pero estáis muertos. Vuestro cuerpo dejará de responderos. Será un miércoles cualquiera, en un bar de mierda. No temáis amigos. No se me ocurre un final mejor…».