LAS GOTERAS DE UNA OLA

 

PREMIO DEL PÚBLICO EN LAS JORNADAS DE SOS RACISMO 2011 

 

Una pequeña tienda de ultramarinos, sitúense.

En un pequeño barrio a las afueras de Madrid. Olor a cerrado, a bacalao en salazón, a jamón curado, a detergente, a vino barato…Una modesta tienda de ultramarinos pintada de azul en un callejón oscuro.

Una anciana con la mirada perdida se balancea junto a la puerta. Una siniestra mecedora. Sólo se escucha el aleteo del ventilador del techo y los golpes de un abanico de lunares contra el pecho.

Tras el mostrador está Laureano. Un lustroso tendero con un mandil lleno de manchas amarillas.

Laureano llegó al barrio hace veinte años. Huyó del mar, de la maldita humedad de su tierra. Huyó del óxido, del verdín, del cielo gris. Alguien le habló del cielo de Madrid. Un día arrancó su Vespa roja y fue escribiendo su destino.

Fue un viaje terrible, todas las inclemencias posibles, la severa lluvia, el sol de justicia. Sólo quería huir lejos, no sentir el rocío carcomiendo sus huesos nunca más. Cruzó camino empedrados, el asfalto caliente. Se vistió de escarcha. Tras una nube tóxica encontró Madrid. Un viento seco le cortó la cara. Estaba en el Febrero de su vida y si… Madrid estaba ahí. Los altos edificios, las luces de neón, el sonido de un organillo, los espejos del callejón del Gato.

Recuerda su imagen deformada, esperpéntica. Su Vespa roja. Sintió cristales atravesando su carne. La imagen de una mujer madura con un vestido ajustado azul eléctrico, medias de rejilla y botas de cuero hasta las rodillas. Recuerda un grito ahogado, al sonido vibrante de la ambulancia.

Una página en blanco.

El techo de la pensión estaba sembrado de grietas y fisuras. Un haz de luz entraba por la persiana rota.

Gala parecía mayor sin maquillaje. Con su eterno ducados. Colillas decoradas con carmín desbordaban el cenicero. Leía una novela mientras se pintaba las uñas de los pies. Tarareaba mientras colgaba cuidadosamente en la cuerda su ropa interior de encaje. Siempre con una pinza entre los dientes.

Laureano la miraba con ojos velados. Antaño debió ser una mujer atractiva. La vida le repartió malas cartas.

En la pared se filtraba la humedad de una tubería rota o quizá salpicaba una fotografía en la que aparecía Gala, veinte años atrás con el mar de fondo.

Nunca le habló de su pasado.

A Madrid, Gala llegó subida en una ola. No tenía miedo a morir. Sólo temía a la soledad.

Ella le enseñó que cuando la ciudad duerme completamente puede escucharse el rumor del mar. Gala salía descalza cada noche a la calle del Barco. Con la marea alta sentía el agua salada en los tobillos. Las algas se enredaban en sus dedos. Paseaba por las calles de la ciudad de los gatos absolutamente sola y recogía conchas que siempre regalaba.

Nunca lo habían hablado pero Gala, quizá en otra vida, quizá ayer por la noche, fue sirena.

Aprendió a cruzar a nado la interminable superficie de la noche.

Laureano, tras su accidente de moto, perdió el ojo derecho y ganó un leve temblor al caminar. -El parche negro  y el bastón me dan un aire enigmático-pensó.

—¡Buenos días tristeza! —. Y salió de la sombría habitación de la pensión por primera vez en dos meses. La luz del sol comenzó a secar las goteras de su alma.

Gala, su protectora, su confidente. No había regresado tras la noche. Imaginó su cuerpo trémulo abandonado en una acera.

Compró una guitarra.

Sacaba al menos para pagar la pensión, para calmar su sed, para alquilar caricias y comprar un cuerpo con el que vaciar su rabia. Para seguir buscando a Gala.

La marea alta trajo los restos de un barco y peces de colores que se fueron colando por las alcantarillas. También arrastró a Rachid, un joven sahariano. Lo perdió todo en esa barca de madera. Fue rescatado por una mujer en alta mar mientras dormía o moría aferrado a un tablón. Tenía su piel de ébano salpicada de quemaduras y envuelta en una costra de sal.

Rachid no tenía nada, no sabía leer, pero enseñó a Laureano a hablar en silencio.

Rachid comenzó a pintar y una vez terminada su obra, la abandonaba en la calle, en un portal, junto a los cubos de la basura. No quería venderla ni exponerla. Necesitaba crear para sentirse vivo.

Entre ambos se instaló un muro metálico de silencio y aprendieron a comunicarse con la mirada.

Laureano siempre dormía obsesionado con reconstruir el rostro de la mujer que devolvió a Rachid a la tierra. Tenía los ojos, los labios, la sonrisa de Gala.

Laureano reflejado en la negra pupila de Rachid le contó que fue pescador en su tierra. Cada madrugaba soltaba las redes y se calzaba sus botas de goma. Y cada madrugaba maldecía haber nacido en una familia de pescadores. Una madrugada se lanzó al mar que parecía una inmensa mancha en la insondable oscuridad de la noche.

Así pasó el otoño, entre óleos y acordes.

Encontraron un pequeño local en las afueras. Rachid pintó de azul las paredes, Laureano buscó proveedores. Por primera vez se sentían plenos. Su pequeña tienda de ultramarinos. Rachid continuó pintando en la trastienda y regalando su arte por la calle. Laureano recitaba poesía mientras pesaba las legumbres.

El mar poco a poco se fue evaporando y con él la esperanza de ver a Gala alguna vez.

Una tarde de Abril comenzó llover de forma infinita. El cielo se vistió de un color plomizo y la calle fue un baile de gente, paraguas en mano, corriendo apresurada. El agua parecía un líquido corrosivo que iba a descomponer sus cuerpos.

Eran las ocho de la tarde, hora de cerrar, cuando una mujer con sombrero les dio las buenas tardes. —¿Podrían venderme un kilo de sal? —preguntó.

Era ella, los dos lo sabían. La mujer, agotada se dejó caer en la mecedora de la puerta. Tenía la cara hinchada, el cuello cubierto de señales. En las manos, un puñado de conchas blancas.

—¿Podría quedarme aquí hasta que deje de llover? —susurró.

Nunca dejó de llover.

Las calles se transformaron en riadas, los hierros en óxido, las paredes en musgo.

Rachid bajó la cancela de hierro, echó tres vueltas de llave. El agua se infiltraba por las ranuras.

Los tres se alejaron del mar arrastrando un pasado que dejaba un sabor amargo en el paladar.

Desaparecieron como la espuma del mar. Mañana es posible que esa espuma traiga a otros. Estamos sentenciados a sucedernos.

Cuando paso por el callejón  no puedo evitar juntar mi oreja a la gran puerta de hierro y quedarme hipnotizada  con el murmullo de las olas.

Madrid, ¡Madrid querida! Es diciembre, tengo veinte años y moriré sin ver jamás el mar.

Cherra Ortega