La Elipa AUDIO-RELATO

Mi abuelo era trapero. Recorría las calles del barrio con una carreta tirada por un caballo, donde iba recolectando harapos y viejos utensilios que la gente ya no usaba para venderlos en otros barrios.

Cuando era una niña, lo acompañaba de la mano en su recorrido entre el barrio de La Elipa y el Cementerio de la Almudena.

—Aguanta la respiración —solía decirme—. Este camino está plagado de putrefactos...

Mi abuelo envolvía sus pútridos deshechos con trapos para enterrarlos en alguna fosa vacía del cementerio.  

Los putrefactos eran personas innobles, carentes de honradez, personas desdobladas y cínicas que envenenan el aire contagiando a los que los rodean. Gangrenan las escuelas, enmohecen la cultura y emponzoñan los parlamentos.

—¡Qué no respires, he dicho! —me recordaba incesante.

Una tarde de otoño mi yayo dejó de respirar, dejó de ser… Y ahora los putrefactos están por todas partes. Son parásitos que sobreviven chupándole la sangre a los más débiles. Malnacidos de espíritu retorcido que echan a la gente de sus casas. Inhalo profundamente y aprieto los labios.

«Próxima estación La Almudena». Se cierran las puertas del vagón, que también parece contener la respiración, en este limbo transitorio entre la vida y la muerte.