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A esta estación de Metro le tiene sin cuidado que clase de vidas alberga en su interior. Una masa homogénea de seres humanos recorre sus arterias.

En la Línea Circular el movimiento de estos seres parece brotar de un pozo inagotable. Tienen fecha de caducidad y, comprobando el ritmo vertiginoso de sus rutinas, parece que lo saben de sobra.

Se cierran las puertas del vagón, circula unos instantes por la vía y efectúa su parada en la siguiente estación.

«Al salir, tengan cuidado para no introducir su pie entre coche y andén».

Y lo hacen con cuidado, pero en esta estación solo cambian del Andén 1 —la vida real— al Andén 2 —la existencia virtual que han construido—.

En el vagón ya desierto, continuamos escuchando el eco de sus pisadas o los murmullos de sus conversaciones.

Sus emociones han quedado estancadas y se condensan en pigmentos que manchan las paredes. Así de patético es nuestro alumbramiento.

Pequeños muñecos en movimiento con rotuladores de colores; un rostro neo-expresionista con el ceño fruncido; vómitos sanguinolentos de sprays sobre plantillas; tags como seña de identidad… Tan reales como incorpóreos.

Somos el arte urbano que decora los muros del metro, los verdaderos protagonistas en este universo subterráneo.